A Isabel Coixet le interesan las historias. Su cine es un cine de historias. Historias terriblemente conmovedoras. Su cine es cine de guion simple. Un personaje, usualmente pero no de manera exclusiva una mujer, se ve sumergida en una situación de intolerable dolor. Sin embargo, bajo la compasión de la directora y la sensibilidad de la actriz, los personajes se mueven a través de este dolor insoportable con una heroica dignidad. Coixet nos enseña que el dolor no es una excusa para dejar de comportarnos como seres humanos sino que es el mismo dolor, el lidiar y aprender a vivir a pesar de él, lo que nos hace intrínsecamente lo más humano del ser humano.
Nunca en mi vida había llorado tanto con una película como con El poder secreto de las palabras. Ya el título en sí es suficiente para dejarte conmovido. Durante la ultima hora de la película no podía parar de llorar. No eran solamente lagrimas de empatía con el dolor de los personajes, era también reconocer que estaba yo viviendo una experiencia sublime: un cine tan humanista que quería yo ser parte de la historia, quería yo sentir tan profundamente todo lo que los dos personajes principales estaban viviendo. La elegancia del comportamiento, el carácter de los dos personajes me conmovían hasta lo más profundo de mi ser. Lloraba principalmente porque estaba sorprendentemente conmovido.
Recuerdo haber leído que Coixet no entendía cómo los espectadores lograban pararse inmediatamente en el momento que comenzaban a rolar los créditos de la película. Ella se cuestionaba cómo es que uno podía parar el instante que la película terminaba para salir y caminar por el centro comercial en camino a su carro y regresar a casa como si nada hubiera ocurrido. La directora recomendaba que nos quedáramos por lo menos a ver los créditos en honor a todo el trabajo de todos los que hicieron la película posible, pero principalmente suplicaba que uno se quedar unos segundos, unos minutos simplemente sentado en su asiento en la obscuridad para permitir que la experiencia de la película pudiera ser ligeramente digerida. Yo no podía ni moverme al terminar de vivir su película. Iba a tomar más que unos segundos o unos minutos para digerir lo que acababa de vivir. Quizá hasta el día de hoy no me he recuperado de ella y no quisiera hacerlo. Ese día, con un nudo en el estomago, reconocía que había sido testigo de un dolor, de una compasión, de una generosidad y un amor tan puro que me recordó el porqué cada uno de nosotros, día con día, intentamos no darnos por vencidos. Supongo que lo que nos mantiene intentando vivir a pesar del dolor es el saber que es ese mismo sentir lo que nos hace sentirnos vivos. Coixet me ha enseñado, una y otra vez con cada una de sus películas, la debilitante fragilidad, la inspiradora fuerza, y la tierna compasión que nos hace a todos nosotros tan vulnerablemente humanos.